Blogia
geopoliticaustral

ESTADO-NACION, SOBERANIA Y GLOBALIZACION Los dilemas del Estado nacional en la era de la globalización





PROLOGO


Asistimos no solamente a una época de cambios, sino que en realidad estamos presenciando un cambio de época. Cambio de época pleno de desafíos y dilemas, peligros y riesgos, amenazas y oportunidades, en que los Estados nacionales, los actores políticos decisivos de la escena internacional, se enfrentan a nuevos escenarios.

¿Cuáles son las condiciones en las que se está produciendo esta profunda mutación en el sistema internacional?

Podemos interrogarnos sobre estos cambios, tanto desde la perspectiva del Estado nacional y sus atributos de soberanía, como desde la perspectiva de la persistencia y profundidad de las transformaciones que la globalización está ocasionando en una arquitectura internacional construida sobre la base de esos Estados nacionales como actores únicos y preponderantes.

Este ensayo –como una contribución intelectual y teórica- tiene por objeto reflexionar críticamente en torno a estos cambios, desde una perspectiva multidisciplinaria, a la luz de algunas categorías de análisis de la Ciencia Política, las Relaciones Internacionales, la Teoría Estratégica y la Geopolítica.

Manuel Luis Rodríguez U.

Punta Arenas (Magallanes), verano de 2006.


EL PARADIGMA DE WESTFALIA:
ESTADOS IGUALES, MONARCAS ABSOLUTOS
Y SOBERANIA TOTAL


Podemos denominar como el “paradigma de Westfalia” en el marco de la tradición intelectual de Occidente, a los Tratados firmados entre las principales potencias europeas en 1648 (siglo XVII) en Westfalia donde, se adoptaron dos principios duraderos en las relaciones internacionales: el principio de la igualdad jurídica de cada uno de los Estados como criterio básico para sus relaciones con los demás Estados; y el principio del equilibrio de fuerzas, según el cual las potencias desarrollaban sus políticas de poder en la escena internacional de manera de evitar que una de ellas adquiera un poder extremadamente fuerte con respecto a las demás. ([1])

Según estos criterios de ordenamiento internacional, cada Estado constituido gozaba de la prerrogativa del reconocimiento de la igualdad jurídica de los demás Estados del sistema, mientras que el equilibrio de fuerzas apuntaba a impedir que uno de los Estados alcance un poderío incontrarrestable para el resto de las naciones del sistema. No obstante la importancia histórica trascendental de estos Tratados, que lograron sustituir con el tiempo los factores religiosos y dinásticos de las guerras, no lograron asegurar el equilibrio estratégico o militar en Europa, de manera que los siglos XVIII, XIX y XX, vieron surgir en el viejo continente, conflagraciones bélicas de una creciente capacidad desvastadora.

A las nociones de igualdad jurídica y de equilibrio de fuerzas entre los Estados, se sumaron bien pronto las diferentes teorías de la soberanía que desarrollaron alternativamente Bodin, Grottius, Hobbes y Rousseau, entre otros.

Los Estados nacionales de “primera generación” –aquellos constituidos en los siglos XVI y XVII y que cristalizaron en torno a la Revolución Francesa, se configuraron sobre la base de una doble arquitectura institucional: mientras por una parte, se formó un poder monárquico-dinástico absoluto y personificado en la autoridad del rey, se constituyeron las instituciones estatales de la administración y el ejército, las que culminaron el pleno dominio y control territorial sobre el espacio sometido a una sola jurisdicción soberana, por otra parte, la centralización de la burocracia, de la educación y del idioma, intentó borrar las particularidades regionales y locales (comunas y burgos) heredadas de la primera época feudal.

Los Estados que resultaron de este largo proceso de cristalización institucional fueron el producto de una evolución nacional de varios siglos de duración. En aquellos casos (Inglaterra, Francia, Alemania, España, por nombrar a los más conocidos y emblemáticos), primero se configuraron y cristalizaron las naciones –como entidades culturales, demográficas y territoriales y después, sobre ellas se construyeron los Estados nacionales. La mayor parte de los Estados absolutistas europeos del siglo XVII y XVIII -con la notable excepción de Alemania e Italia que acceden a la unidad nacional durante el siglo XIX- obedecen a este patrón de evolución.

Los Estados de primera generación entonces, nacen a la vida moderna como Estados absolutistas, dotados de una soberanía casi sin límites. Como dirá J. Bodin (1530-1596) en “Los Seis Libros de la Republica”: “La república es un gobierno recto de muchas familias, y de lo que a las mismas es común, con poder soberano.” Para Bodin la validez propia del Estado reside en su última determinación, en la soberanía. Ésta la concebía Bodín sin límites, excepto los impuestos por la ley de Dios o de la naturaleza. En la concepción de soberanía del siglo XVI, el poder absoluto y soberano del Estado no son un arbitrio incondicionado, porque tiene su norma límite en la ley divina y natural, norma que le viene de su fin intrínseco, la justicia. No existe poder soberano donde no hay independencia del poder estatal de todas las leyes, y capacidad de hacer y deshacer las leyes.

T. Hobbes (1588-1679) dirá, por su parte, en el “Leviathan”, que el Estado surge entonces como el resultado de una convención colectiva que instituye una autoridad política pública única que se basa en un principio de soberanía todopoderosa, y consiente en obedecer las leyes civiles y las decisiones que impone ese poder instituído que encarna la soberanía. En la medida en que la cuestión política del buen acuerdo y de la paz civil en la república está solucionada, los sujetos pueden entonces dedicarse libremente a aquellas actividades que mejor sirvan a sus intereses particulares. La soberanía como concepto -en la transición del siglo XVI al XVII- sigue siendo un atributo absoluto de cada Estado y de su monarca.

J.J. Rousseau (1712-1778) a su vez, define la soberanía en “El Contrato Social” indicando que la voluntad general determina los caracteres esenciales de la soberanía: ella es inalienable, indivisible, infalible y absoluta: “... digo por lo tanto, que la soberanía, que no es más que el ejercicio de la voluntad general, no puede alienarse jamás y que el soberano, que no es más que un ser colectivo, no puede ser representado más que por sí mismo: el poder puede transmitirse, pero no la voluntad.” Estos rasgos o caracteres esenciales –definidos en el siglo XVIII por Rousseau- continúan hoy siendo argumentados en relación con la soberanía de los Estados nacionales contemporáneos.

La soberanía era en consecuencia, uno de los atributos esenciales y constitutivos del Estado moderno, resultado de una larga evolución histórica e institucional, esbozada desde Westfalia a mediados del siglo XVII y refrendada en el Congreso de Viena de 1815.

El propio Andrés Bello, acaso el primer pensador latinoamericano en abordar la cuestión de la soberanía, escribía en su “Derecho Internacional” en 1832: “la independencia de la nación consiste en no recibir leyes de otra, i su soberanía en la existencia de una autoridad suprema que la dirije i representa. El poder i autoridad de la soberanía se derivan de la nación, si no por una institución positiva, a lo menos por su tácito reconocimiento i su obediencia. La nación puede transferirla de una mano a otra, alterar su forma, constituirla a su arbitrio. Ella es pues, orijinariamente el soberano.” ([2])

Cabe subrayar que la centralización del Estado se hizo no solamente a costa de las antiguas identidades regionales y locales, sino también sobre la base de la estructuración de dos aparatos institucionales de amplia capacidad territorial: la administración burocrática, el funcionariado de las aduanas e impuestos, los ministerios y juzgados, y la formación de los primeros ejércitos verdaderamente nacionales y modernos, sobre una base territorial, tanto de reclutamiento como de organización y despliegue.

En definitiva, los Estados nacionales se vieron conferidos de un poder autónomo e independiente prácticamente incontrarrestable, al interior de sus fronteras. No puede olvidarse que la soberanía como construcción teórica con derivaciones jurídicas y políticas, estaba basada en la premisa de la intangibilidad de las fronteras, entendidas éstas como límites físicos, políticos y jurídicos absolutos.


EN LA ERA
DEL IMPERIO UNIPOLAR


Probablemente el primer concepto que debemos intentar comprender a la hora de analizar los impactos originados en los procesos y tendencias globalizadoras sobre los Estados nacionales, es que la globalización forma parte de una época histórica determinada, que constituye una fase determinada del desarrollo capitalista mundial y de que no se trata de una tendencia definitiva ni irreversible.

El segundo concepto es que los Estados nacionales, organizados y estructurados conforme a la lógica territorial de las soberanías absolutas que se corresponden a lo que podría denominarse el “paradigma de Westfalia”, no han caducado definitivamente sino que se encuentran amenazados por un conjunto de tendencias centrífugas que ponen en tela de juicio su capacidad de adaptación a los nuevos escenarios internacionales.

Asistimos por lo tanto, no solo a una reformulación –en ciertos casos, dramática- de los términos de referencia teóricos, políticos y geopolíticos que caracterizan a los Estados modernos y a las naciones que les dan fundamento, sino que además esta redefinición estatal-nacional tiene lugar hoy, a principios del siglo XXI, en un contexto mundial caracterizado por la reformulación de la arquitectura internacional en los planos político, económico y estratégico.

El orden mundial que se está estructurando en estos primeros años del siglo XXI, constituye el resultado aun inacabado de tendencias profundas que venían incubándose desde la etapa final del ciclo de la disuasión bipolar (1945-1990) y que ahora hacen eclosión, dando orígen a un escenario internacional caracterizado por la unipolaridad y la incertidumbre.

En el marco de este ensayo, es posible sostener la hipótesis de que al instalarse el sistema unipolar y amplificarse la tendencia globalizadora -desde la década de 1990- se puso virtualmente término al orden internacional basado en el “paradigma de Westfalia”, dando paso a una fase del desarrollo mundial de transición desde un esquema bipolar a un esquema unipolar, mientras se generan las condiciones estructurales de redistribución de las hegemonías que podrían configurar un esquema multipolar.

Si el orden bipolar que caracterizó el sistema internacional entre 1945 y 1990, se caracterizaba por su predecibilidad relativa y por la redistribución de las hegemonías en función de la adhesión-rechazo a un sistema de bloques político y estratégicos mutuamente excluyentes, y en el que los Estados nacionales se veían obligados a adherir a una de las esferas de influencia en que se dividía el mundo, el nuevo orden unipolar, se caracteriza por su creciente y variable impredecibilidad, por una redistribución cada vez más asimétrica de las hegemonías, por la ausencia de límites claros en torno a las “esferas de influencia” y por la multiplicación y complejización de los factores de conflicto y los riesgos de amenaza.

Los Estados nacionales se ven imducidos hoy a operar internacionalmente, sobre la base de escenarios e hipótesis de mayor complejidad y de menor predecibilidad que durante la guerra fría. Desaparecidos o relativizados los viejos factores ideológicos en que se fundaban los conflictos de la época bipolar, los Estados nacionales se vuelven hacia las anteriores amenazas y percepciones de amenaza originadas en disputas territoriales, en factores ambientales, en amenazas asimétricas diversas y complejas, en tensiones culturales, comerciales o religiosas que parecían sobrepasadas y superadas anteriormente.

Asistimos a la era del imperio unipolar.

El mundo del imperio unipolar es –sin lugar a dudas- mucho más inseguro, más conflictivo y conflictuado y mucho más incierto e impredecible que hace veinte o treinta años atrás.

Otro de los rasgos distintivos de la nueva era, es que el imperio tiene la potencialidad de organizar el sistema internacional conforme a sus propios criterios políticos, estratégicos y geopolíticos, disminuyendo considerablemente el margen de maniobra de los otros grandes actores internacionales, en virtud precisamente de la brecha tecnológica que le asegura el dominio estratégico asimétrico a escala planetaria.

Al igual que el anterior referente imperial occidental –el imperio romano- el actual imperio global, sin embargo, no dispone de la totalidad de la autonomía militar y estratégica que le permitiría tomar decisiones y actuar sin considerar el peso específico de otras potencias mundiales, pero si tiene una importante capacidad ventajosa para intentar actuar unilateralmente postergando esas consideraciones.

Los centros de decisión del sistema internacional, también se han multiplicado y han dado orígen a nuevas polaridades, esferas de acción y arenas de controversia, de manera que a diferencia del anterior orden bipolar en que la influencia de las decisiones adoptadas en Moscú o en Washington, tenía una considerable fuerza coercitiva e imperativa sobre sus respectivas zonas de influencia o “campos”, ahora prevalece un escenario internacional en el que múltiples arenas se disputan la capacidad de disponer y ordenar el comportamiento de los distintos actores del sistema.

Aún así, asistimos a la gradual configuración de un sistema-planeta. Un orden internacional abierto, en proceso de configuración ([3]), cada vez más interconectado e interdependiente, susceptible de funcionar en el horizonte de una o dos décadas más, como un sistema estructurado y jerarquizado a partir de una multiplicidad cada vez más compleja de actores, intereses y arenas.


GUERRAS Y SOBERANIAS:
¿EL FIN DEL PARADIGMA CLAUSEWITZIANO?


La guerra, como fenómeno omnipresente en la escena internacional y que toca centralmente a las soberanías nacionales y estatales, se encuentra también cuestionada en sus concepciones tradicionales, como consecuencia de la tendencia hacia la globalización.

Clausewitz –el gran clásico de la estrategia moderna- había concebido la guerra como un fenómeno fundamentalmente estatal, interestatal para ser más exactos. Escribe Clausewitz al respecto: “más adelante, cuando examinemos el plan de una guerra, consideraremos con mayor detenimiento lo que significa desarmar un Estado, pero ahora deberemos diferenciar enseguida tres cosas que, como tres categorías generales, incluyen todo lo demás. Son las fuerzas militares, el territorio y la voluntad del enemigo.” ([4])

En el examen de los medios y de los fines de la guerra, es decir, de su definición fundamental, Clausewitz piensa la guerra como un evento, una serie de enfrentamientos pensados y localizados en un territorio determinado. El teatro de la guerra clausewitziana es básicamente un teatro geográfico, acotado por las coordenadas de anchura, extensión, altura y profundidad. Clausewitz se afirma en la necesidad de no perder de vista jamás las relaciones predominantes de los Estados beligerantes. Los intereses que con ellos se relacionan formarán un centro de potencia y movimiento que arrastra todo lo demás. Es contra este centro de gravedad contra el que debe ser dirigido el choque colectivo de todas las fuerzas.

Dentro de esta lógica Clausewitz piensa la guerra, en la que sus objetivos generales se orientan a tres dimensiones: las fuerzas militares, el país y la voluntad del enemigo.

Las fuerzas militares enemigas deben ser anuladas, esto es puestas en tal estado que no puedan continuar la lucha. El país debe ser conquistado, pues con el se podrían formar nuevos elementos de combate. Conseguidos estos dos extremos –siempre en la concepción clausewitziana- la guerra, esto es la tensión hostil y la acción de medios hostiles, no puede creerse que hayan cesado mientras la voluntad del enemigo no sea violentada, es decir, sometidos su Gobierno y aliados a firmar la paz o subyugados los pueblos.

Ahora bien, la nueva racionalidad estratégica de la potencia imperial hegemónica, no se apoya más sobre una representación del ejercicio del poder mundial mediante el despliegue de “bienes públicos” sometidos a soberanías estatal-nacionales (tales como la seguridad militar o la estabilidad económica), sino sobre la base de una representación de la organización global de espacios sociales mediante la optimización de los factores tecnológicos de control. Cada segmento del sistema global (Estados, regiones de Estados, etc.) solo resulta garantizado en su “seguridad global” en la medida en que se inserta adaptándose al esquema global de seguridad definido y construido por el imperio. Podría llamársele “la paradoja del paraguas”: algo así como “si estás bajo mi paraguas, te mojas, y si estás fuera de mi paraguas, te llueve...”

Ahora la nueva racionalidad geopolítica del imperio americano no se circunscribe al sentido político del espacio –como lo describía Ratzel en la desusada geopolítica de principios del siglo XX- sino a un sentido estratégico de la dominación en el que el territorio no es más que uno de los datos –reales y virtuales- del ejercicio de la dominación y de la posibilidad de la guerra. La dominación que permite prevalecer en la guerra, está sucediendo antes que la guerra suceda: hay ahora un dominio de la territorialidad sobre la base de un despliegue multifuncional de redes y vectores de potencia que escapan a los parámetros físicos del territorio.

Los nuevos sistemas espaciales de dominación (infraestructuras logísticas, medio ambiente, corrientes de inversión, estructuras jurídicas, intercambios virtuales cotidianos, horizontalidad de la circulación informacional) acontecen en realidad “por encima y por debajo” de los parámetros materiales del Estado y su soberanía territorial: el Estado Nación deviene así solo un sub-sistema dentro de un constructo estratégico global. Los teatros de la guerra son no solamente espacios de representación, sino que también implican nuevas representaciones del espacio.

La esencia del cambio estratégico al que asistimos opera en el contexto de profundos cambios sociales, culturales, políticos, económicos y estratégicos engendrados por la globalización y la revolución de la información. Estos cambios se están traduciendo en una multiplicación de los actores estratégicos que pueden, o ser obstáculos para la acción de los Estados o ser mecanismos conectados y asociados a la acción estatal. Pueden ser entonces actores infra-estatales potencialmente transnacionales y transfronterizos; puede tratarse de firmas transnacionales, instituciones, regímenes supra-nacionales, regionales o internacionales, autoridades morales, redes humanitarias, medios de comunicación en red, etc. El deterioro virtual y real de las fronteras geográficas y sistémicas (entre lo público y lo privado, entre lo civil y lo militar, entre lo nacional y lo extranjero...) tiende a “reblandecer” la santuarización de los territorios y extiende a su vez, el alcance y las formas de manifestación de la violencia.

Al mismo tiempo que se produce la transnacionalización de los actores internacionales, de las vulnerabilidades, de los riesgos, amenazas y conflictos, la santuarización de los territorios deviene inútil, se instalan –gracias a los avances tecnológicos en que se apoya la globalización- capacidades globales para ejercer el poder espacialmente organizado para asegurar el control sobre todos los territorios, mediante la vigilancia, al tiempo que se ponen en funcionamiento los múltiples mecanismos de la virtualidad en el ciberespacio o a través de la dimensión invisible del C3D2 ([5]), de manera que las dimensiones estratégicas, operacionales y tácticas tradicionales resultas obsoletas por el uso cada vez más intensivo del “tiempo real”, anulando de hecho la profundidad estratégica de la distancia.

La revolución de la información ha generalizado el acceso a la sofisticación tecnológica al mismom tiempo que ha multiplicado las vulnerabilidades. En el plano estratégico, mientras el dominio informacional del imperio permite sistematizar el control del mundo, en el plano estrictamente militar, aquel dominio se transforma en el paradigma central del proceso de control de la violencia.

Llevado hasta sus formas más refinadas, el dominio informacional del imperio asegura la ubicuidad en el posicionamiento de las fuerzas, garantiza la vigilancia y la alerta situacional, asegura la velocidad del despliegue, la sincronización de diversos dispositivos. La organización del combate se materializa y virtualiza en redes informacionales sinérgicas e integradas y se produce en torno al parámetro de la compresión del tiempo y del espacio. Las tecnologías de la información aportan ahora los medios del conocimiento y el reconocimiento que pueden permitir la vigilancia en tiempo real de los teatros, reduciendo los tiempos de despliegue, de la maniobra táctica, del acceso a las zonas de combate y del apoyo logístico, así como para asegurar la conexión permanente entre las fuerzas en combate y las bases de apoyo.

Las dimensiones espaciales
o territoriales de la guerra


Como sabemos, el espacio en la guerra, es decir el espacio bélico y estratégico, es algo más que el simple espacio geográfico o el territorio marítimo. Los planes de la guerra utilizan las características oceanográficas y climatológicas del territorio, del espacio o del mar como datos o “accidentes del terreno”, en función de sus propias exigencias estratégicas, operacionales y tácticas.

Por lo tanto, el concepto global de la guerra, es decir, la concepción estratégica de la guerra en cualesquiera terreno o espacio físico, determina la unidad, la profundidad y la propia orientación del espacio estratégico.

Para la guerra, no existe espacio neutral, sino que todas las combinaciones tácticas y operacionales son posibles en todas las dimensiones físicas del territorio como teatro: superficie, alturas, atmósfera, profundidades, espacio, borde costero, campo electromagnético.

En consecuencia, el espacio estratégico no es el resultado mecánico de una suma matemática entre los datos geográficos y oceanográficos y las posibilidades militares, sino que el espacio precede a la conceptualización estratégica, de manera que en función de sus exigencias y posibilidades, el terreno de acción puede extenderse o limitarse, y también pueden modificarse los instrumentos militares a utilizarse y el grado de intensidad del propio esfuerzo bélico.

Un concepto crucial para entender los roles estratégicos del espacio en la guerra, es la noción de cálculo. El estratega, en función de las directrices políticas que presiden la guerra, procede permanentemente a un juego dialéctico de estimaciones, percepciones y pronósticos, lo que produce una concepción del propio “juego estratégico” y del “juego del adversario”, y cuyos resultados - a la vez, finales y provisorios- son los cursos de acción.

El espacio (aéreo, terrestre, marítimo) como teatro de la guerra, es previamente, medido, dimensionado, delimitado, calculado, es decir, es objeto de cálculo estratégico, para que pueda ser utilizado en la forma más eficaz por las fuerzas propias, y de manera también de impedir o dificultar su uso por las fuerzas enemigas. El cálculo estratégico hecho sobre el espacio de la guerra, sin embargo, siempre es una conjetura, una aproximación intelectual que se enfrentará a la realidad, y se calibrará en su calidad y sus defectos, solo en la prueba de fuego de la batalla y de la maniobra.

El cálculo estratégico ordena el espacio estratégico y los teatros que lo integran, en función de un punto único y central: el centro de gravedad. Este lugar es calculable, y es el punto de equivalencia, en el que el poder político y su instrumento el poder bélico, concentran la capacidad disuasiva y la potencia destructora de las fuerzas armadas. El centro de gravedad -como se verá más adelante- es el objetivo único y central de la ofensiva y del ataque, y resorte último de la actitud defensiva, y permite determinar conceptualmente y al mismo tiempo, las fuerzas que van a ser puestas en juego (o en presencia) en un teatro, y el espacio donde ejecutarán la maniobra y sus combinaciones.

De este modo, el espacio estratégico no es una realidad concreta que se confrontaría con el concepto estratégico de la guerra en algunos de los espacios o teatros donde ella se produce realmente, o dominaría sobre éste. En realidad, es el concepto estratégico (con sus derivaciones operacionales y tácticas) el que articula el espacio como teatro de la guerra, es decir, como teatro bélico, según se pudo estudiar anteriormente.

Finalmente, no debe olvidarse que todo espacio susceptible de devenir en teatro de la guerra, de las operaciones o de la batalla, está dotado de profundidad estratégica, y que es el ámbito geográfico percibido y calculado para la ejecución de la maniobra.

En las condiciones de la globalización en curso, sin embargo, el espacio estratégico ha hecho implosión: no hay límites, no hay dimensiones, no hay territorios cerrados o santuarizados, no hay fronteras. En resúmen, desaparece, se esfuma la invulnerabilidad de las fronteras geográficas y a través de la satelización de la información cartográfica, los límites del espacio estratégico -al mismo tiempo- se expanden (para el eventual atacante o agresor potencial) y se encogen (para el eventual agredido).

La info-dominación estructura e instala nuevas formas de asimetría y resulta asegurada por el contínuo despliegue de redes satelitales, “desnuda” y vulnerabiliza el espacio geo-estratégico al ponerlo a disposición del público, al “horizontalizar” la circulación y el acceso a la información susceptible de servir a los fines de la guerra, de la apreciación de inteligencia o del cálculo estratégico.

En definitiva, la globalización puede ser comprendida también en sus efectos sobre la soberanía y la dimensión estratégica, como una determinada representación del espacio. Es lo que se analiza en los dos apartados siguientes.


Las dimensiones temporales
de la guerra


El tiempo es una dimensión estratégica que reviste una significación aún mayor que el espacio, en el ámbito de la guerra.

La guerra en general -como lo ha subrayado Clausewitz- no consiste en un sólo golpe dado sin referencia a su duración, sino que consiste -en la práctica más objetiva y concreta- en una sucesión más o menos concatenada de maniobras, desplazamientos y combates (terrestres, aéreos, navales, submarinos, anti-submarinos, aero-navales, aero-terrestres, o de guerra electrónica) los que conceptualmente asumen la forma de una secuencia temporal contínua de acciones de guerra.

La guerra crea su propio tempo, su propio ritmo, su propia secuencia de eventos. Siempre dentro de la concepción clausewitziana, se afirmab que la duración en el tiempo estratégico, es originada por la acción del bando que se encuentra en la postura defensiva.

Esto se traduce en la noción de que el ritmo de la guerra es impuesto preferentemente por la postura estratégica defensiva, la que tiende a retardar la decisión mientras acumula fuerzas y recursos, desvía los golpes o se prepara para la contra- ofensiva, mientras que el bando o contendor que se encuentra en una postura estratégica ofensiva, actúa urgido por la celeridad del impulso, trata de acercar el momento de la decisión, y se despliega en el teatro con todas o con las mejores de sus fuerzas.

Aquel que responde el ataque, es decir, el defensor no solamente es el primero en crear la dualidad propia del combate o la batalla (el enfrentamiento entre dos fuerzas adversarias enfrascadas en la guerra), sino que además, tiene la posibilidad de definir inicialmente el grado de intensidad con que se desencadenará la batalla. El tiempo como noción estratégica, generalmente actúa ordenado y articulado por la defensiva. El defensor “tiene tiempo” para elegir lugar y momento de la decisión.

Siempre hay que tomar en cuenta que existe una usura progresiva de la postura y del esfuerzo ofensivo, hasta que el enfrentamiento llega a su punto culminante y las fuerzas del defensor pueden acrecentarse gradualmente hasta convertir la contra- ofensiva en una ofensiva estratégica. En la guerra en general, y en su concepto estratégico, si la ofensiva no produce una decisión rápida, inmediata y fulminante, el tiempo comienza a jugar en su contra y en favor de la defensiva. Las fuerzas defensivas o en postura defensiva, fijan la equivalencia de la Política y de la Estrategia, porque la encrucijada del enfrentamiento es el propio centro de gravedad en el espacio bélico, y allí el defensor hace actuar y puede explotar más eficazmente el factor tiempo, a condición que el concepto estratégico lo integre.

Es necesario considerar además, desde una perspectiva realista, que los tiempos de decisión en el desarrollo objetivo de la guerra y de la batalla, están tendiendo a disminuir cada vez más, originando no sólo una creciente tensión psicológica en los núcleos humanos de mando y de dirección de combate, sino que alterando la propia noción de tiempo durante la batalla, la que parece reducirse ahora a escasos minutos de concentración e intercambio de fuego.

Resulta pertinente aquí poner de relieve la tendencia estratégica, operacional y táctica -cada vez más predominante actualmente- a promover y buscar la velocidad o celeridad en la guerra: celeridad en los despliegues, celeridad en el golpe decisivo, celeridad en la búsqueda de decisión en la batalla, celeridad en la concentración en el centro de gravedad. El tiempo de la guerra, también se mide en términos de celeridad o retardo, de aceleración o de disminución o “ralentización” del ritmo de las operaciones. En las condiciones de la globalización, como se ha visto más arriba, el factor “tiempo real” viene a transformar completamente la perspectiva temporal de la guerra y del cálculo estratégico. Es decir, ahora quién controla los tiempos, puede controlar los espacios.



INCERTIDUMBRE Y ASIMETRIA:
SEGURIDAD Y CONFLICTOS
EN LOS INICIOS DEL SIGLO XXI



De la observación realista sobre la escena internacional, resulta que en los inicios del siglo XXI se están manifestando nuevos desafíos a la seguridad, junto a la pervivencia de antiguos factores polemológicos.

Las amenazas a las que tienen que hacer frentes los Estados nacionales están mutando con inusitada velocidad. En términos generales, asistimos al mismo tiempo, a una complejización de la amenaza y a la multiplicación de los factores de conflicto.

Los numerosos diferendos fronterizos y territoriales pendientes, las fricciones entre grupos étnicos, religiosos o nacionales, el nacionalismo agresivo, las perturbaciones sociales y la incertidumbre frente a los cambios económicos, la inmigración ilegal, las nuevas formas del terrorismo, la extensión del narcotráfico, la criminalidad organizada, así como las amenazas que pesan sobre el medio ambiente, después de muchos decenios de explotación de los recursos naturales y de industrialización incontrolada, son algunos de los factores polemológicos susceptibles de desencadenar conflictos en la actualidad.

Muchas de estas variables tienen un rasgo en común: el que trascienden las fronteras nacionales, de manera tal que la seguridad es más que nunca indivisible. Las fronteras nacionales, las soberanías nacionales aparecen sobrepasadas ante las dimensiones planetarias que adquieren muchos de los nuevos dilemas que deben enfrentar los Estados nacionales en cuanto unidades políticas individuales.

Las consecuencias de las amenazas a la seguridad nacional no pueden ser confinadas, por lo tanto a un solo país, del mismo modo que no existe ninguna organización internacional capaz de tratar por sí sola, todos los aspectos de la seguridad, o de hacer frente y resolver todas las preocupaciones de seguridad de todos los Estados al mismo nivel.

Los cambios que suscita la globalización generan una relativización de las fronteras nacionales de los Estados, lo que cuestiona los conceptos tradicionales de soberanía. En consecuencia, las bases conceptuales y jurídicas de la soberanía e integridad territorial de los Estados, que las doctrinas tradicionales de la seguridad nacional pretendían resguardar frente a ciertas amenazas ideológicas y políticas, están quedando obsoletas, puesto que la propia seguridad no puede continuar siendo entendida como una preocupación exclusiva y excluyente de cada Estado nacional.

Evidentemente la seguridad ha dejado de ser un concepto restrictivamente militar.

La seguridad -como concepto explicativo, como meta política, diplomática y estratégica, y como realidad de las Relaciones Internacionales- ha ido perdiendo su carácter uni-lineal y segmentado, para adquirir gradualmente una forma multilineal y compleja.

No es posible globalizar las economías y los mercados, los flujos financieros y los intercambios tecnológicos, las comunicaciones, la información y la circulación de datos y conocimientos, sin abrir los conceptos de seguridad que dan sustento a la Política, la Diplomacia y la Estrategia de los Estados entre los cuales dicha globalización se produce.

Las doctrinas e ideologías de la seguridad nacional quedaron obsoletas no solamente porque terminó la bi-polaridad que las justificaba, sino porque en un mundo cada vez más interdependiente y abierto como el presente, no es posible confundir la seguridad de la nación con la seguridad del Estado, sin grave riesgo para las libertades y para los sistemas democráticos.

En la actualidad, junto a las preocupaciones nacionales por la seguridad, han emergido dimensiones regionales y globales de la seguridad, que requieren de un tratamiento común y compartido entre los Estados involucrados. Frente a desafíos comunes a la seguridad de las regiones y del mundo entero, hay que enfrentar soluciones comunes, lo que a su vez, debiera alentar la cooperación y la integración, sin perjuicio de que cada Estado nacional desarrolle sus propias modalidades de defensa de su seguridad.

En la medida en que las fronteras (dadas sus características físicas o geográficas), se vuelven más difusas (como si no estuvieran "inscritas ni materializadas" en el espacio físico), y su protección resulta más costosa y aleatoria, los variados desafíos a la seguridad en tierra, en el mar o en el aire, no pueden nunca ser todos resueltos por la acción de un solo Estado.

Los nuevos conceptos de seguridad ponen el acento en la interdependencia entre los problemas que originan la inseguridad, los riesgos y amenazas; resaltan la complejidad de las causas que desencadenan los conflictos; y ponen el acento en las perspectivas de cooperación que ellos suscitan entre Estados vecinos o pertenecientes a una misma región del planeta, sin olvidar que las dimensiones internacionales de la seguridad, resultan de ciertos nudos problemáticos de alcance global y que impactan a numerosos Estados, o al conjunto del sistema-Planeta.

Por otra parte, está la relación entre el poder y la soberanía en la esfera internacional.

El paradigma realista en la Política y las Relaciones Internacionales, se sustenta en la noción de que el poder y la potencia que de él emana, constituye la materia prima fundamental de las relaciones que se establecen entre los actores del sistema internacional.

Cualquiera sea la forma o la modalidad que dicho poder adopte, y en particular bajo su modalidad material y estratégica, el poder debe ser considerado como el contenido primordial, la esencia objetiva de las relaciones entre los Estados y entre los diversos actores que intervienen en la escena internacional.

El poder en la esfera internacional, se traduce en potencia y ésta, en cuanto capacidad para decidir y para actuar con un cierto grado de autonomía, se expresa concretamente en una cierta estructura jerarquizada y asimétrica. El poder está repartido de un modo desigual en la esfera internacional, generando una suerte de pirámide del poder y la potencia en la esfera política y estratégica: el balance de poder.

Este poder, a su vez, como condición material y simbólica, se constituye en un referente instrumental básico para ciertos requisitos o aspiraciones que cada actor internacional promueve y defiende en la esfera internacional. Estas aspiraciones son los intereses.

Cada vez es más evidente que la estructura del poder internacional no es ni fija ni definitiva, sino que evoluciona en función de las modificaciones que experimenta la cuota de poder de cada actor. Aún al interior de una diferenciación asimétrica entre los actores del sistema, se generan formas de intercambio y de interlocución que disminuyen las posibilidades de los comportamientos autárquicos, y que, por el contrario, estimulan la interdependencia.

El sistema internacional opera como una estructura asimétrica, desigual, jerarquizada, estructuralmente desigual y funciona dinamizado por una red de interdependencias complejas y abiertas.

Esto significa que el poder en la esfera internacional opera bajo la forma de una estructura, de un sistema interdependiente e interpenetrado de relaciones de poder, y las propiedades estructurales del sistema de poder internacional existen en cuanto se trata de formas de conducta política, diplomática y estratégica, que se producen y se reproducen “inveteradamente” a lo largo de un prolongado período de tiempo y sobre diversas escalas simultáneas, y en particular sobre una escala global y continental.

Esto implica que la estructuración de las instituciones en la esfera internacional, a partir de las relaciones de poder que se tejen en ésta, hace referencia a actividades políticas, diplomáticas y estratégicas que se prolongan en el tiempo y se manifiestan sobre ciertas arenas de la política internacional.



LA GLOBALIZACIÓN
DESDE UNA PERSPECTIVA GEOPOLÍTICA


Los soportes de la globalización


Los procesos globalizadores son posibles gracias a la articulación de un marco de soportes materiales, que se combinan con los soportes ideológicos que la justifican e impulsan.

Estos soportes materiales son a lo menos tres:

a) las cada vez más amplias y diversificadas redes satelitales de información y de intercambio, las que tienden a virtualizar los mercados y los flujos de bienes y servicios, sin reemplazar su materialidad;
b) los sistemas informáticos de archivo, tratamiento, manipulación y transferencia de data, conocimientos e información, que se ven reforzados por la expansión exponencial de su acceso y uso y por la miniaturización de los artefactos y soportes;
c) las redes financieras, bancarias y bursátiles, que permiten fluidizar, agilizar los movimientos e intercambios de capitales, de plusvalías, a través de las antiguas fronteras nacionales y continentales, ampliando la escala –y el tiempo espacio- de los flujos de capital y concentrando su acumulación desigual.

Visto desde este punto de vista, la globalización opera sobre la base de una formidable estructura satelital de redes informáticas, que aceleran los intercambios, relativizan las fronteras, cuestionan las soberanías y dejan obsoletos los marcos legales nacionales.

Veamos la cuestión desde la perspectiva einsteniana del espacio-tiempo: mientras los espacios geo-económicos tienden a expandirse en alcance y escala y a reducirse en velocidades de desplazamientos (de bienes, de capitales, de personas, de servicios), los tiempos de intercambio van disminuyendo hasta el punto de la instantaneidad, de la virtualidad inmediata. Desde el punto de vista económico mientras se multiplican los intercambios, se concentran los flujos hacia los centros económicos de poder global, se aceleran y se acortan los tiempos entre el diseño, la producción y el consumo, entre la compra y la venta.

La globalización en cuanto forma actual de expansión del capitalismo es debida esencialmente a un conjunto de mutaciones tecnológicas que permiten la rápida transferencia de capitales y la gestión industrial flexible; a la extensión de las redes de inversores y firmas comerciales establecidas por las firmas transnacionales y globales; al desarrollo creciente de bloques comerciales regionales apuntando a crear economías continentales de escala; a los avances en las negociaciones sobre la liberalización del comercio internacional; a la liberalización de las economías en vías de desarrollo y suministradoras de materias primas.

Pero, la globalización no es solamente una mundialización del sistema capitalista debido a la transnacionalización del capital, la circulación acelerada de los productos y a la deslocalización de la producción; es además, una forma actualizada de invasión del campo social por el capital, mediante la normalización de las redes económicas, a la mercantilización de los servicios, de la ciencia y de la cultura y en particular, a través del surgimiento de nuevos centros de poder geo-económicos no estatales y no territoriales, favorables a la acción expansiva de las corporaciones globales, centros de poder hegemónico que tienden a emanciparse de la tutela de los Estados y las soberanías nacionales.

Desde una perspectivca estratégica, habría que decir que la globalización es una mutación de las escalas y de las identidades estratégicas, ya sea en la esfera del conflicto militar o económico; representa la erosión de la escala y el contenido de la soberanía de los Estados en beneficio de la soberanía de las empresas y los mercados. ([6])

La perspectiva geopolítica moderna, permite comprender la tendencia globalizadora como un fenómeno que se inserta y hace uso del marco de relaciones espaciales y territoriales de poder preexistentes en el orden mundial, produciendo en ellas una transformación funcional a los fines e ideologías que la sustentan.

La asimetría estructural que ha existido en las relaciones económicas, políticas y culturales del sistema capitalista mundial, se ha trasladado al interior del proceso globalizador, constituyendo a éste en una nueva fase en la evolución histórica del sistema.

Esta asimetría básica, estructura las relaciones económicas a escala mundial, de regiones-continentes y de cada economía nacional, funciona a través de redes corporativas e institucionales, reales y virtuales, dentro de determinados espacios-territorios, estudiados, planificados y operacionalizados bajo la forma de mercados, es decir, de espacios geo-económicos.

Como se analiza más adelante, la asimetría estructural que caracteriza al sistema capitalista mundial actualmente en funcionamiento y de la que hace uso la globalización, constituye el punto de partida del cual parte cada economía individualmente considerada para insertarse –o verse arrastrada- a la tendencia globalizadora.

Desde un punto de vista geopolítico puede definirse la globalización como una tendencia profunda del desarrollo económico, tecnológico y cultural en la sociedad contemporánea que opera en la forma de redes de intercambios y flujos materiales y no-materiales sobre determinados espacios geo-económicos.


Redes, espacios,
territorios y escalas


Desde esta perspectiva, la globalización se inserta en el sistema económico mundial mediante redes que operan a escala de ciertos espacios geo-económicos, es decir, territorios jerarquizados y estructurados en función de los recursos económicos y tecnológicos de que disponen.

Cada espacio geo-económico así, es una configuración territorializada de recursos, redes y líneas de intercambio y relaciones de poder, una malla a escala de ciertos intercambios económicos e instalada en territorios. Mallas, líneas y territorios, se articulan en función de los intereses corporativos o estatales, para facilitar los intercambios.

Las relaciones económicas globalizadas operan sobre una configuración territorializada de recursos (tecnológicos, informáticos, financieros, humanos), sobre una compleja red de redes y líneas (comunicacionales, de transporte, informacionales, de navegación, etc.) cuya función central es operar los intercambios y materializar las relaciones de poder, configurándose así una compleja malla a escala de ciertos intercambios económicos e instalada en territorios. Mallas, líneas y territorios, se articulan en función de los intereses corporativos o estatales, para facilitar los intercambios.

El territorio de estas relaciones geo-económicas se apoya sobre una multiplicidad de espacios –y sus diversas escalas- aunque no son solamente espacios materiales, puesto que existen también espacios virtuales que la globalización hace suyos.

Siempre desde una perspectiva geopolítica, entendemos que los espacios geo-económicos o los territorios de mercados constituyen una producción a partir de una determinada realidad económica y socio-cultural, lo que implica el establecimiento de relaciones de poder. Así, en definitiva “la producción de espacios geo-económicos, por todas las relaciones que pone en juego se inscribe en un campo de poder, del mismo modo como producir una representación del espacio es ya una forma de apropiación, una tentativa de control y de dominio”. ([7])

La forma principal de los espacios geo-económicos en los que opera actualmente la globalización son los mercados; más bien, los mercados son la dimensión espacial más importante y significativa de los procesos e intercambios que realizan los actores de la globalización.

La globalización modifica estructuralmente las escalas de los intercambios y del ejercicio del poder. En su esencia última y real, la globalización es un problema de dimensiones, de escalas, de amplitud de espacios o territorios. Mediante las herramientas de la globalización, se produce una mutación profunda en los campos de poder que constituyen la escena internacional.

Así entonces, ¿qué duda cabe que en el contexto de la globalización, las decisiones estratégicas que determinan la arquitectura política mundial actual y futura no se están adoptando a la escala de Estados naciones individualmente considerados, sino que de escenarios continentales o globales? ¿Son los Estados nacionales hoy realmente los actores políticos soberanos por excelencia en la escena internacional?

La globalización se instala en los espacios geo-económicos (sistema-planeta, continentes, grupos de países, economías nacionales, regiones de países, etc.) a partir de redes empresariales, corporativas e institucionales cada vez más interconectadas e interdependientes que materializan los flujos de intercambio y que tienden a consolidar la asimetría que separa las relaciones económicas en el mundo de hoy.

El cambio mayor que impone la globalización a las economías y a las empresas-corporaciones, es al nivel de la escala a la que se producen los intercambios y los flujos de productos, bienes, capitales, servicios y otros intangibles. Una vez más, lo que caracteriza a las redes corporativas-empresariales que utilizan la globalización, es la escala geo-espacial a la cual operan y donde se instalan.

La globalización en sí misma, en tanto red de flujos e intercambios reales y virtuales, es una malla de relaciones que opera a escala planetaria, a escala global, aunque incorporando también a sus redes de relaciones de poder y mecanismos de control, la escala continental, subregional, nacional y local de dichos intercambios.

Lo que sucede es que la puesta en marcha de intercambios a escala global, tiende a distorsionar las escala, los contenidos y las dimensiones de las otras escalas “menores” del intercambio económico, en la medida en que tiende a subordinar a éstas con respecto a los flujos globales: la lógica de que el pez mayor se come al pez menor, no es solo una metáfora en este caso; se trata de un mecanismo propio de los procesos de globalización, con un agregado adicional, la lógica subyacente del “pez mayor y el pez menor”: “el pez mayor se come al pez menor, del mismo modo como el pez extranjero mayor se come al pez nacional menor, y como, a otra escala, el pez nacional mayor se come al pez regional o local menor”... y así sucesivamente...

En la globalización, la escala de los intercambios opera como mecanismo estructurado de desigualación y de asimetría, en términos tales que la escala mayor de los intercambios y del acceso a los recursos, avasalla, aprovecha, depreda y predomina sobre las escalas menores.

Por lo tanto, geográfica y espacialmente, la globalización opera como una pirámide, una estructura de pirámide jerarquizada que tiende a configurar económica y culturalmente una diferencia fundamental, estructural, la que –como veremos a continuación- es su propio punto de partida y que se impone sobre las naciones, las regiones de naciones y las localidades.

Hay que subrayar el hecho que el punto de partida de la globalización es la desigualdad, es la asimetría.

La estructura piramidal y asimétrica de la globalización (pirámides de empresas y asimetrías de capitales, pirámides de mercados y asimetrías de recursos...), se articula en cuatro componentes fundamentales:

a) un conjunto de empresas y corporaciones globales (de carácter industrial, financiero y comercial), cuyas estrategias y mercados se planifican a escala planetaria y también a escalas espaciales menores;
b) un conjunto de espacios geo-económicos constituidos en mercados, a diferentes escalas y con diversos niveles de dinamismo;
c) un conjunto de entidades supranacionales cada vez más interdependientes entre sí, y que tiende a configurar la nueva arquitectura económica y jurídica global;
d) un conjunto de instituciones internacionales que tienden a constituir la estructura política global del futuro.

La asimetría caracteriza a estos cuatro subsistemas componentes: son asimétricas las relaciones entre las empresas y corporaciones globales y sus empresas nacionales y locales relacionadas, proveedoras y/o maquiladoras; son asimétricos, desiguales, los mercados, al interior de los cuales con frecuencia los consumidores se ven desprotegidos frente a la omnipotencia del monopolio, del oligopolio y de sus estrategias de marketing, y donde los mercados locales se ven invadidos por la presencia avasalladora de empresas nacionales o redes transnacionales que apuntan a dominar mercados en términos de hegemonía excluyente.

Del mismo modo, es asimétrica en realidad la estructura y la acción de las entidades supranacionales que dominan el proceso globalizador. Entidades internacionales, con diversos grados de institucionalización, como la OMC, el G-8, el Foro Económico de Davos, la APEC, el FMI o el Banco Mundial, operan en realidad como factores institucionales de apoyo a la expansión de las corporaciones globales, por la vía de estimular política, jurídica e ideológicamente el libre comercio y la mayor apertura de los mercados.

La lógica asimétrica de la globalización encuentra su punto culminante en la desigualdad básica que se inscribe en las instituciones internacionales como Naciones Unidas o la OTAN, cuya función estratégica en este nuevo ordenamiento mundial se dirige a otorgar fundamento político y resguardo militar a las tendencias globalizadoras.


Los soportes ideológicos
de la globalización


Pero, la globalización no es solamente una red de redes piramidales, o una tendencia asimétrica del desarrollo contemporáneo, o una estructura mundial de poderes económicos y políticos articulados. La globalización se presenta a sí misma, tiende a presentarse y a justificarse a sí misma, como una realidad ineludible, como un proceso que no tiene vuelta a atrás, como una locomotora a alta velocidad de la que es imposible bajarse.

Es decir, la globalización posee su propia ideología, ella misma opera como una poderosa ideología comunicacional e intelectual, como un pensamiento único, que instala en el espacio público su propio lenguaje neoliberal o neo-conservador, que pone de moda ciertos conceptos (como mundialización, flexibilidad, gobernabilidad, empleabilidad, desregulación, nueva economía, economía del conocimiento, postmodernidad...) y que deja en las sombras del olvido, de la obsolescencia o de la impertinencia a otros conceptos develadores (como capitalismo, poder global, imperio, plusvalía, desigualdad, etc.).

Los riesgos del discurso único que verbaliza esta ideología única o pretendidamente única, residen precisamente en la creencia de que los dogmas de la globalización capitalista en marcha, constituyen artículos de fé intocables, encíclicas absolutas de una “nueva vulgata planetaria” (como dice Pierre Bourdieu) ([8]) y que resulta operar en la realidad social como un delicado, poderoso y sutil tamiz incluyente y excluyente de lo que es permitido o no dentro de la ideología del poder. Foucault dice que “la verdad está ligada circularmente a sistemas de poder que la producen y la sostienen, y a efectos de poder que inducen y la prorrogan. Un régimen de la verdad” ([9])

La ideología de la globalización funciona hoy como una religión inquisidora de una nueva Edad Media, solo que ahora parece estaríamos entrando en realidad en la edad media de la modernidad, ya que presenta y asume sus verdades como dogmas, como la verdad única, incontrastable, absoluta, en la que el dios-mercado sacrifica en su altar virtual las identidades locales, regionales y nacionales, las especificidades humanas, las particularidades identitarias, en nombre de la eficiencia, de la productividad, de las metas estadísticas y de la rentabilidad, sin importar mayormente los efectos individuales en términos de estrés y depresiones, y los efectos colectivos en términos de desigualdad, marginación y acumulación social de frustraciones.

El paradigma de la globalización –cuyos acentos económicos neo-liberales se combinan con el enfoque político neo-conservador- opera como una sutil maquinaria de desmemoriación ([10]) de las historia particulares y de las economías anteriores. Los paradigmas económicos pretéritos del colonialismo interno, de la marginalidad estructural, de la dependencia, de las relaciones centro-periferia, del imperialismo económico y financiero, habrían quedado obsoletos en cuanto ineficaces para responder a los “nuevos desafíos” de la modernidad y la post-modernidad globalizadora.

La liturgia de esta nueva religión única, totalitaria y totalizadora sucede cotidianamente en los mercados; el mercado es el altar sagrado de la globalización, de sus causas y de sus efectos, de sus formas y de sus contenidos; el mercado es el sancta-sanctorum donde se guardan y adoran las tablas de la ley (los tratados de libre comercio, las liberalizaciones aduaneras, las políticas desreguladoras, las prácticas privatizadoras, los códigos empresariales, los Estados subsidiarios).

A este nuevo Baal intocable, se le rinde pleitesía en los medios de comunicación, en todo el espacio público, en las políticas públicas y en la vida cotidiana de las personas: este dios-mercado omnipotente todo lo decide, todo lo ordena, todo lo organiza.

La globalización se presenta a sí misma como “modelo” único, repetible e irreversible, cuando no es más que una etapa, una etapa transitoria de la evolución capitalista mundial, y la imagen comunicacional, esa poderosa mercancía que participa en el proceso de acumulación del capital por la vía de su realización y de su reificación, le sirve como soporte ideológico y virtual.

Dos parecen ser los dogmas constitutivos del nuevo catecismo político-económico: la idea de que el libre comercio constituye la vía principal y privilegiada a través de la cual se lograría el progreso, el crecimiento y el desarrollo; y la noción de que el desarrollo económico, base material del progreso social, resultará después del logro de un crecimiento económico basado prioritariamente en la apertura de los mercados al libre intercambio, sobre la base del uso intensivo de ciertas ventajas comparativas y competitivas.

Lo potente del proceso globalizador consiste, entre otros factores, en que este discurso ideológico se instala en los imaginarios colectivos y en las elites dominantes de las sociedades, sino que además, se inscribe en los territorios y espacios geo-económicos, transformando la totalidad del sistema-planeta en mercados segmentados, que deben obedecer a una lógica única y a patrones de comportamiento económico pre-establecidos.


El dogma del libre comercio
y la apertura de los mercados


Uno de los dogmas fundantes de esta globalización es el del “libre comercio”: el libre comercio permitirá el progreso de los pueblos.

Leemos en el Informe Mundial de Comercio 2003 de la OMC: “La apertura al comercio ayuda a los países a utilizar mejor sus recursos de varias maneras. En primer lugar, el comercio permite a un país especializarse en las actividades productivas que realiza relativamente mejor que otros países y explotar así su ventaja comparativa. En segundo lugar, el comercio amplía el mercado de los productores locales y les permite aprovechar mejor las economías de escala, lo que aumenta los niveles de ingresos y la eficiencia de la asignación de los recursos. Esos efectos se consideran beneficios estáticos resultantes del comercio. El comercio sólo tendrá un efecto positivo de crecimiento a largo plazo si aumenta la tasa de inversión o mejora los incentivos al desarrollo y difusión de tecnología.” ([11])

Otro concepto de la OMC., en esta misma línea de razonamiento, afirma que “...el comercio permite una mayor especialización y estimula la inversión mediante el aprovechamiento de las economías de escala y la transferencia de tecnología. Se ha resaltado también que las actividades de investigación y desarrollo y la inversión de capital se refuerzan mutuamente, puesto que las innovaciones van a veces incorporadas en bienes de equipo y generan en ocasiones nuevos bienes de consumo y servicios que requieren nuevas inversiones para entrar en el mercado.” ([12])

La circularidad de la innovación tecnológica acelerada (que se acompaña con el envejecimiento acelerado y prematuro de las tecnologías anteriores) y de la generación de nuevos bienes y servicios, se completa con el rol dinámico del mercadeo global y segmentado que tiende a inventar nuevas necesidades artificiales poniendo a disposición del consumidor satisfactores que los medios le han presentado como necesarios. La globalización iguala y segmenta, en un marco de desigualdad.

Para agregarse a continuación que: “El comercio puede aumentar la transferencia de tecnología al dar acceso a las empresas a bienes de equipo y productos intermedios tecnológicamente avanzados del extranjero. El comercio de servicios – entre otros, servicios prestados a las empresas y servicios financieros, de telecomunicaciones y de transporte – puede suministrar los insumos necesarios para penetrar en nuevos sectores y reducir los costos del intercambio de información... Las importaciones pueden también facilitar el acceso a conocimientos que pueden adquirirse mediante ingeniería inversa. El comercio ofrece la posibilidad de la comunicación de persona a persona, que puede fomentar la transferencia de tecnología. La inversión extranjera directa puede asimismo contribuir a la transferencia de tecnología mediante la formación en el empleo y diversas formas de interacción entre empresas nacionales y extranjeras. Las concatenaciones regresivas y progresivas favorecen la difusión de tecnología, ya que las filiales extranjeras tecnológicamente avanzadas ayudan a sus proveedores locales y a las empresas del país huésped que intervienen en etapas posteriores del proceso de producción a elevar los niveles de calidad y servicio. Como consecuencia de la interacción entre los productores locales y los extranjeros pueden adoptarse nuevos procesos de gestión, comercialización y producción. Esa interacción puede ejercer también un efecto positivo en la transferencia de tecnología a través de la presión competitiva. ([13])

Lo que no nos dice esta afirmación dogmática es que la concatenación entre empresas importadoras de la tecnología y las empresas productoras de tecnología, se produce en un contexto asimétrico, desigual, estructuralmente desigual en el que las primeras no pueden o no rompen el círculo de dependencia que las articula con las segundas.

Otro artículo de fe globalizador afirma que “A pesar del firme apoyo teórico y empírico a los beneficios de la apertura, no en todas partes se ha acogido con entusiasmo la liberalización del comercio ni la globalización. Una de las preocupaciones fundamentales ha sido que los países más pobres tal vez no puedan beneficiarse de un régimen de comercio más abierto y se queden incluso más rezagados con relación a las economías prósperas. Esta preocupación está justificada, pero no implica que los países pobres no deban liberalizar el comercio. Lo que implica más bien es que los países pobres tal vez no vean cristalizados todos los beneficios potenciales de la liberalización del comercio a menos que esa liberalización se complemente con otras medidas de política, por ejemplo inversiones en infraestructura y desreglamentación de los sectores de servicios infraestructurales fundamentales, incluidos los servicios financieros. ([14])

Aquí la ideología toca los límites de la realidad y se interna en la noción dogmática: lo más probable es que lo países pobres tal vez no van a progresar ni se van a beneficiar de un régimen abierto de comercio, pero igual deben abrirse a los productos extranjeros y liberalizar su comercio.

El más reciente informe anual del FMI, propone la siguiente lectura: “Muchos problemas económicos se deben a fallos de funcionamiento de los mercados, no a una escasez de recursos o un exceso o falta de demanda global. Hay consenso general en que en los países que tienen estos problemas, la aplicación de reformas estructurales, es decir, de medidas de política que modifiquen el régimen institucional y reglamentario que rige el funcionamiento de los mercados, se traduce en la asignación y uso más eficientes de los recursos y en mayores incentivos para la innovación y, por ende, no solo en un aumento de la productividad y los ingresos per cápita, sino también en una aceleración del crecimiento a largo plazo. Las reformas estructurales también pueden fomentar el crecimiento a corto plazo al incrementar el rendimiento de la inversión y dejar margen para que laspolíticas macroeconómicas den cabida a un aumento de los niveles de utilización de la capacidad sin originar presiones inflacionarias en la economía. No obstante, muchas reformas estructurales lamentablemente imponen costos a corto plazo en unos pocos individuos o grupos sociales, y a menudo quienes consideran que podrían verse perjudicados logran, por medio de su oposición, que las reformas no se apliquen.” ([15])


El dogma del desarrollo
como fruto después del crecimiento


Un segundo artículo de fe del catecismo globalizador es la afirmación de que el crecimiento es el fundamento que hará posible el desarrollo, la eliminación de la pobreza y las desigualdades en la distribución de los ingresos.

Afirma a este respecto el mismo Informe de la OMC, ya citado: “El crecimiento es una condición necesaria, pero no suficiente, para mitigar la pobreza. Aun cuando la liberalización del comercio dé lugar a un crecimiento más rápido, ello no implica que mejoren las condiciones de los pobres. Si la desigualdad de los ingresos aumenta al mismo tiempo, la situación de los pobres puede en realidad empeorar. Muchos estudios teóricos y empíricos se han centrado en la relación entre comercio y desigualdad. Los economistas consideran que lo más probable es que la desigualdad de los salarios disminuya en los países en desarrollo como consecuencia de la liberalización del comercio, ya que dichos países están normalmente bien dotados de mano de obra poco cualificada con relación a los países desarrollados. Por consiguiente, al abrirse al comercio, los países en desarrollo serán más competitivos en sectores de gran intensidad de mano de obra poco cualificada y esos sectores crecerán. El aumento de la demanda de trabajadores poco cualificados, que normalmente pertenecen a los segmentos más pobres de la población, conducirá a un aumento de sus salarios con relación a los de los trabajadores cualificados.” ([16])

Salvo que las desigualdades en los ingresos ahora, en la realidad de los hechos, no está relacionada con la reducción de la pobreza ni con el crecimiento.

“Las medidas de la desigualdad de los ingresos se centran en la diferencia de ingresos entre ricos y pobres en una sociedad. Los cambios de la desigualdad de los ingresos no indican necesariamente que aumente o disminuya la pobreza. Puede ocurrir que el comercio aumente los ingresos de los pobres. Sin embargo, si aumentan más los ingresos de las personas más ricas, la reducción de la pobreza irá acompañada de un aumento de la desigualdad.” ([17]) Ante esta afirmación solo cabe meditar que “a confesión de parte, relevo de pruebas”.

Razonando en términos aun más amplios respecto de los mecanismos y efectos de la globalización actualmente en marcha, el ex director del FMI, Peter Sutherland escribe el siguiente análisis: “El verdadero problema de la globalización, contrariamente a los mitos tan socorridos para sus acérrimos oponentes, es que los países más ricos son los que se llevan la tajada más grande del aumento en inversión y comercio transfronterizo. Todos los países en desarrollo juntos (incluidos los seis grandes exportadores de Asia sudoriental) apenas atrajeron poco más del 20% de la IED total del pasado año y solo representaron un 27% de las exportaciones mundiales de productos manufacturados. Y, cuanto más tiempo vayan a la zaga los países en desarrollo, mientras las cadenas mundiales de abastecimiento se tornan más complejas y desarrolladas, más difícil les resultará a las empresas de estos países operar a escala mundial.” ([18])

Claramente dicho: el mundo está dividido en dos, por un lado las empresas globales que se complejizan, se expanden y se desarrollan, y por el otro las empresas nacionales, regionales y locales que deben situarse a la zaga de aquellas para insertarse, globalizarse, y adquirir una micronésima porción del reparto.

Y agrega a continuación: “Sin duda, un comercio más libre ofrece posibilidades sin precedentes para explotar las ventajas comparativas, no solo en el sector de productos terminados, sino en toda la cadena de producción.
Por otra parte, además de contribuir a los beneficios económicos de los países que participan en el comercio, éste es también un cauce para la importación de buenas políticas, ya que socava las prácticas ineficientes y corruptas, mejorando con ello el entorno empresarial. ([19])

El paradigma ideológico de la globalización es, en última instancia, una estructura dinámica de beneficio empresarial, es un contexto de comercio libre, ventajas comparativas, de eficiencia productiva para beneficio de un buen entorno empresarial, beneficiarios últimos de sus prácticas.

El Banco Mundial, lo presenta en los siguientes términos: “Para acelerar el crecimiento y reducir la pobreza es necesario que los gobiernos reduzcan los riesgos normativos, los costos y las barreras a la competencia que enfrentan empresas de todos los tipos, desde los agricultores y microempresarios hasta las empresas de manufactura locales y las sociedades multinacionales...” ([20]). Según esta línea argumental la competitividad de los agricultores y microempresarios sería comparable a la capacidad competitiva de las sociedades multinacionales.

De este modo, la globalización se manifiesta en un contexto caracterizado por la extensión del capital asociado con la tecnología, por efectos civilizacionales tales como la nueva relación espacio-tiempo, los nuevos modos cognitivos y culturales, el crecimiento y expansión del contenido informacional de la economía, de los procesos productivos y en las operaciones del trabajo, por la mercantilización y trasnacionalización de los intercambios, por la liberalización del comercio y los nuevos “modelos empresariales”.

Desde el mito del predominio de la máquina sobre el hombre –característico de la época de la primera revolución industrial- hasta el nuevo mito del advenimiento de una sociedad cognitiva o del conocimiento, la ideología positivista y neoliberal tiende a representar los nuevos procesos globalizadores como procesos a-políticos o políticamente asépticos, del mismo modo como la representación simbólica del progreso material y del conocimiento como fuentes de la riqueza, ocultan los orígenes de la acumulación del capital y enmascaran la realidad de la expansión de las potencias hegemónicas sobre nuevos espacios geo-económicos y geopolíticos.

Lo extraño y sugerente de esta nueva ideología globalizadora es que nos presenta la pobreza y la marginalidad, la dependencia y el atraso como consecuencia de otras doctrinas económicas, de otros modos de organización de la economía, reservándose para sí la ventaja de los beneficios y los logros positivos.

Como resultado de la implantación de las prácticas globalizadoras, los flujos de inversión y la expansión de los intercambios, se dirigen hacia aquellas zonas planetarias que reúnen las mejores condiciones de mercado para la realización de sus beneficios.

El sistema-planeta aparece entonces segmentado en “zonas propicias” (constituidas por aquellos países y grupos de países cuyas economías y sistemas políticos son favorables a la presencia de los conglomerados empresariales globales), “zonas oscuras”, que serían aquellas economías y Estados que se oponen y ejercen un control intenso sobre las prácticas globalizadoras y las “zonas grises”, que son aquellos países que se encuentran en disputa para integrarlos dentro de los mercados globales.

Como puede observarse, en la lógica ideológica que sustenta realmente las tendencias globalizadoras, las soberanías nacionales, las fronteras territoriales y los Estados como entidades unitarias y únicas del sistema mundial, han quedado supeditadas a los mecanismos que permiten la configuración de redes de intercambio y mercados a escala global o continental.


REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS
Y DOCUMENTALES


Bedar, S.: Infodominance et globalisation. Paris, 2002. Centre Interdisciplinaire de Recherches sur la Paix et d’Etudes Stratégiques (CIRPES).

FMI: Informe Anual del Directorio Ejecutivo correspondiente al ejercicio cerrado el 30 de abril de 2004. Washington DC, 2004. Fondo Monetario Internacional.

Hobsbawm, E.: Historia del siglo XX. B. Aires, 2002. Planeta-Mondadori.

- La era del imperio. 1875-1914. B.Aires, 1999. Planeta-Mondadori.

Kay, C.: Latin American Theories of development and underdevelopment. N. York, 1989. Routledge & Kegan Ed.

Raffestin, C.: Pour une géographie du pouvoir. Paris, 1980. LITEC.

Rodríguez, M.L.: Espacio y poder. Los nuevos paradigmas geopolíticos en los inicios del siglo XXI. P. Arenas, 2003. (ensayo inédito).

Sutherland, P.: Porqué debemos aceptar la globalización. N. York, 2002. Revista Finanzas y Desarrollo. Fondo Monetario Internacional, N° 21, septiembre 2002.

OMC Informe sobre el Comercio Mundial – 2003. Lausanne (Suiza), 2003. Organización Mundial de Comercio.

World Bank: World Development Report 2005. A better investment climate for everyone. Washington, 2004.

World Bank: Globalization, Growth and Poverty. Building an inclusive world economy. N. York, 2001. Oxford University Press.

Banco Mundial: Informes Anuales. Washington. Años 2000-2004.

Colecciones completas. Le Monde Diplomatique. Años 1986 – 2004.

Fondo Monetario Internacional: Informes Anuales. Años 2000-2004.

Organización Mundial de Comercio: Informes anuales del Comercio Mundial. Años 2002-2004.



NOTAS Y REFERENCIAS


[1] Los tratados de Westfalia reglamentaban tres ordenes de problemas principales: la situación religiosa alemana, la constitución política del imperio alemán y los asuntos europeos. Es a ésta última problemática a la que se alude en este análisis.
[2] Bello, A.: Derecho Internacional. En Obras Completas de don Andrés Bello. Vol. X. Santiago, 1886. Impreso por Pedro G. Ramírez, pp. 28-29. En el texto citado, se ha conservado la ortografía original propia de la época.
[3] Otro rasgo distintivo del actual estado del orden internacional, es que nos encontramos en una fase de transición y que, por lo tanto, asistimos a la configuración gradual de una nueva arquitectura internacional, cuyo “punto de partida” conocemos pero cuyo horizonte de término, no resulta posible predecir en términos exactos, pero cuyo “punto de llegada”, en general, puede estimarse como un orden multipolar caracterizado por una redistribución de las actuales hegemonías.
[4] Clausewitz, C.: De la Guerre. Paris, 1969. Chap. II: Fin et moyens de la guerre. Editions de Minuit, p. 51.
[5] Cover, Concealment, Camouflage, Denial and Deception.
[6] Joxe, A.: Globalisation militaire et globalisation économique. Paris, 2003. CIRPES.
[7] Raffestin, C.: Pour une géographie du pouvoir. Paris, 1980. Ed. LITEC, p. 130.
[8] Bourdieu, P., Wacquant, L.: Una nueva vulgata planetaria. Le Monde Diplomatique. Edición chilena. Santiago, diciembre 2000, pp. 22-23.
[9] Foucault, M.: Un diálogo sobre el poder. Barcelona, 1998. Ed. Altaya, p. 145.
[10] Este concepto es de mi exclusiva responsabilidad. La desmemoriación actuaría como un mecanismo cultural e ideológico alienante que tiende a borrar y desdibujar las identidades culturales, la particularidad de las historias locales, nacionales, regionales en nombre de la globalidad, de la historia universal, pasando por debajo además, el contrabando intelectual según el cual todas las historias, políticas y económicas anteriores serían antecedentes inevitables de la actual mundialización.
[11] OMC Informe sobre el Comercio Mundial – 2003. Lausanne (Suiza), 2003. Organización Mundial de Comercio, p. 96.
[12] OMC, op. cit., p. 96.
[13] OMC, op. cit. p. 99.
[14] OMC, op. cit., p. 118.
[15] FMI: Informe Anual del Directorio Ejecutivo correspondiente al ejercicio cerrado el 30 de abril de 2004. Washington DC, 2004. Fondo Monetario Internacional. Cap. II, p. 21.
[16] OMC, op. cit., p. 119.
[17] OMC, op. cit., p 121.
[18] Sutherland, P.: Porqué debemos aceptar la globalización. N. York, 2002. Revista Finanzas y Desarrollo. Fondo Monetario Internacional, N° 21, septiembre 2002.
[19] Sutherland, P.: Porqué debemos aceptar la globalización. N. York, 2002. Revista Finanzas y Desarrollo. Fondo Monetario Internacional, N° 21, septiembre 2002.
[20] Banco Mundial: Informe sobre el desarrollo mundial, 2005. Washington, 2004. Banco Mundial.

0 comentarios